Ya faltan días, muy pocos días para que "Niebla en el pasado" esté en la calle. Por eso os adelanto un poquito. espero que os guste.

Prólogo
Boston, estado de Massachusetts.
Nicole clavó la mirada en la oscuridad y trató de averiguar qué había
provocado aquella alarma interna en su mente. Se quedó parada en mitad
de la calle, la noche se cernía sobre ella como un manto espeso y
tenebroso. Era evidente que algo había ocurrido en su casa para que
huyera despavorida, pero no conseguía recordarlo con claridad. Él la
había sujetado por un brazo mientras le gritaba cosas horribles, su
furia la atemorizaba tanto como la fuerza de sus manos y, después de
forcejear, consiguió escapar calle abajo mientras la perseguía y gritaba
su nombre en la oscuridad. Hacía mucho frío, iba descalza y sus pies
resbalaban en el asfalto mojado. Los pasos de él retumbaban cada vez más
cerca, el sonido de su propia respiración agitada y el rechinar de sus
dientes la ensordecían hasta el punto de saber que no lo conseguiría. A
lo lejos divisó una cabina de teléfono y se abalanzó hacia el interior.
Le temblaron las manos al descolgar, rebuscó unas monedas en el bolsillo
del pantalón y sollozó al escuchar su voz.
—Ayúdame, ayúdame… —gritó, sujetando con fuerza el auricular.
—¿Nicole? ¿Dónde estás?
Una sombra a lo lejos la puso alerta y supo que él iba a darle
alcance. Asustada, balbuceó sin sentido cuando los faros de un coche
iluminaron la calle para después perderse tras girar en una esquina;
soltó el teléfono y huyó de la cabina. Jamás había experimentado nada
igual. Esta vez sus pensamientos no sólo combatían entre ellos, sino que
se entremezclaban, haciendo imposible distinguir realidad y ficción. Lo
único bueno de todo aquello era que pronto se perdería en su delirio y,
cuando despertara, ya no recordaría nada.
Unas calles más abajo, Nicole disminuyó su frenética carrera y se
cobijó bajo las frondosas ramas de un árbol. Unos faros iluminaron lentamente
el centro de la calzada. ¡Por fin!, sollozó de alivio. Salió de su
escondite y alzó los brazos para dejarse ver por el conductor que la
buscaba calle abajo. Todo estaba bien, ya se encontraba a salvo de ella
misma, de sus delirios, de los agujeros negros de su mente y… de él.
De repente, la empujaron contra el vehículo y unos rudos brazos la
metieron en el interior. Pataleó con los pies descalzos y luchó con
todas las fuerzas para impedir que la sujetaran; si es que aquello era
real. Pero la mano que la abofeteó varias veces con saña le demostró que
sí lo era. Impotente, fue testigo de su propia tortura. Amordazada, su
carne fue expuesta y, mientras se ponían en marcha y el ruido del motor ahogaba sus sollozos, su cuerpo desnudo fue golpeado una y otra vez. Una y otra vez.
Un fuerte relámpago iluminó el exterior justo en el momento en el
que fue empujada al asfalto sin que el vehículo aminorara la marcha.
Una fina lluvia comenzó a caer sobre ella que, lentamente y agradecida,
perdió el conocimiento. Cuando despertara ya no recordaría nada.
Capítulo 1
Cinco años después — Hospital psiquiátrico Saint Elizabeth's, Washington.
Jeremy Shada observó cómo la doctora Nicole Gilbert terminaba de
escribir una frase en su cuaderno. Lo hacía sin levantar la cabeza, para
que no la interrumpiera. Al menos eso fue lo que pensó mientras
esperaba, sentado al otro lado de la mesa. Seguramente, ella no quería
perder el concepto exacto de lo que deseaba expresar. Fue a decir algo y
la doctora le rogó silencio alzando una mano. Su respiración relajada
era todo cuanto podía escucharse en la gran habitación blanca y, de
algún modo, resultaba reconfortante. Ella vaciló durante un segundo, se
llevó el bolígrafo a la boca con gesto inflexible, frunció sus arqueadas
cejas oscuras y sus ojos verdes se entornaron.
Él se removió inquieto en la silla metálica y ésta crujió bajo su
peso. Observó a la joven doctora, de la que tanto le habían hablado, y
respetó el silencio que ella le rogaba. Tenía prisa por conocer su
opinión y ella no parecía advertirlo, a juzgar por la actitud serena y
pausada con la que leía y se empapaba de todos aquellos jeroglíficos
psiquiátricos. Trató de calmar los nervios echando un vistazo alrededor y
observó que, a pesar de las macetas verdes y brillantes que colgaban de
las estanterías que había frente a la ventana, la habitación era fría e
impersonal.
Tal vez ésa era la idea, pensó con aprensión: un rodal verde,
exultante, ante la blancura inerte de su entorno. A saber cuál sería
exactamente la pretensión de la ubicación de cada objeto, cada sonido o
rayo de luz que penetraba por la ventana y que, casualmente, incidía
directamente sobre la mesa. ¿Qué iba a parecer? Era un hospital
psiquiátrico. Uno de los mejores psiquiátricos infantiles de Washington.
El más antiguo y estricto, en cuanto a formas y escuela. Aunque eso era
lo que él buscaba. La buscaba a ella y la había encontrado.
Repasó las suaves y delicadas facciones de la doctora. Su mentón era
redondo y un pequeño hoyuelo se le formaba en la barbilla al succionar
de manera inconsciente el bolígrafo. El cabello oscuro le cubría
parcialmente el rostro y dedujo que se lo había cortado. Al menos, en
las fotografías que había encontrado de ella, su melena era muy larga y
ahora apenas le llegaba a los hombros; aunque armonizaba con su piel
pálida, que se perdía por el escote severo y entre la abotonadura de la
rigurosa bata del hospital. Al levantar la cara, aquellos ojos verdes y
profundos se clavaron en los suyos. Él se estremeció, inquieto, al
sentir cómo estos lo traspasaban y lo analizaban mientras lo observaba.
¿Sería cierto todo que se decía de ella? ¿De verdad había cruzado el umbral de la razón?
La doctora Nicole Gilbert ordenó todos los documentos entre sus
manos, dando unos golpecitos en la mesa, sin dejar de mirarlo. Él se
agitó otra vez en la silla metálica, aunque esta vez procuró que no
rechinara.
—¿Por qué? —espetó.
—Por qué, ¿qué?
Nicole le vio enarcar una ceja rubia y poblada. Era atractivo,
refinado, bien vestido, adinerado, algo orgulloso y con muchos, muchos
prejuicios. Lo supo enseguida; por su forma de tamborilear con los dedos
en la mesa, por la impaciencia que denotaba su gesto inquieto y por la
forma de hablar, dando a entender que era él quien le hacía un favor si
ella aceptaba aquel reto. Era una conclusión precipitada, desde luego,
pero digna de tener en cuenta.
—¿Por qué ha venido desde tan lejos? —Habló con voz suave y melódica.
Resultaba demasiado sumisa, incluso para provenir de una mujer como
ella.
—Porque el doctor Ratchford y usted son los mejores.
Ella se separó de la mesa y cruzó las piernas, entrelazó sus manos
bajo la barbilla y sonrió. El señor Shada le devolvió la sonrisa.
—En Boston trabajan algunos de los mejores psiquiatras del mundo. De
hecho… —Miró de nuevo los papeles—. Su hermana lleva cinco años siendo
tratada por esos médicos.
—Y mire cómo le va, doctora Gilbert. Si he venido hasta Washington,
es porque me hablaron de las novedosas técnicas del profesor Ratchford.
—Clavó sus ojos azules en ella y, cuando volvió a hablar, lo hizo con
suavidad—. Usted es su ayudante y, actualmente, la única psiquiatra que
podría desplazarse hasta Boston para valorar a Allison. La delicada
salud del profesor no le permite largos desplazamientos, él mismo me lo
aseguró.
Ella afirmó con la cabeza, en silencio, y bajó los ojos hasta los
informes evitando así que él pudiera apreciar cualquier pensamiento que
cruzara por su mente.
—En ese caso, concédame unos días para pensarlo. —Pretendía evitar la
negativa en el acto—. Pero ante todo, debe usted saber que soy
psiquiatra infantil y no estoy especializada en casos de homicidios ni
nada similar. Se está equivocando de médico, señor Shada.
El hombre negó enérgicamente, sin hablar. Se puso en pie y apoyó las manos sobre la fría mesa de metal blanco.
—Sólo usted puede ayudarnos, doctora; el profesor está convencido
—susurró con un tono desesperado en la voz—. Me haré cargo de su
alojamiento y de todos los gastos que ocasionen su traslado, pero la
necesito a usted, se lo aseguro. Por favor, no me dé un no por respuesta
sin haber escuchado mi historia y sin conocer a Allison.
—Déjeme pensarlo —le pidió, poniéndose en pie.
Observó los puños cerrados y apoyados sobre la mesa y cubrió uno de
ellos con su mano. Lo último que deseaba, a tan altas horas de la noche,
era lidiar con un familiar impaciente e histérico. El hombre comprendió
enseguida su tono conciliador y se rehízo de inmediato. Se incorporó,
estiró escrupulosamente las mangas de su chaqueta oscura y, para cuando
la miró, estaba completamente recuperado.
—Espero su respuesta, doctora Gilbert. Cuento con su colaboración.
—Esta vez la miró directamente a los ojos, midiéndose en determinación
con la de la mujer que tenía frente a él.
Añadió un breve «buenas noches» y la dejó en la soledad de su despacho.
Ella suspiró, cerró los ojos y se llevó los dedos a las sienes,
iniciando un suave masaje circular para tratar de aliviar el acuciante
dolor de cabeza que la torturaba desde hacía unas horas. Regresar a
Boston era algo que estaba totalmente descartado de sus planes, al menos
en los próximos cincuenta años.
Una cabellera blanca y brillante se asomó cautelosa por el quicio de la puerta, entreabierta.
—Pasa, Charles, sé que estás ahí —lo invitó sin abrir los ojos y adivinando la identidad del prudente visitante.
El profesor sonrió, rascándose la nívea barba que cubría su cara, y
llegó hasta ella. El gesto juicioso del anciano doctor Ratchford no le
sorprendió nada.
—¡Charles! ¿Por qué has hablado de mí al señor Shada? ¿Tú has leído
bien el expediente médico de esta paciente? Allison Shada tiene una
patología demasiado complicada; es más del estilo de los pacientes que
Alan y tú teníais en vuestra clínica —replicó, nerviosa—. Y, por
supuesto, viajar a Boston está totalmente descartado.
—Tú lo has dicho; lo que te ocurre es que no quieres regresar a casa.
—El profesor se sentó donde antes lo hiciera el estirado señor Shada—.
Ése es el problema y no tu capacidad para llevar el caso. Además, por
Alan yo no me preocuparía, hace años que se marchó de Estados Unidos.
Así que, dime, ¿qué más te impide volver a tu hogar?
El hombre entornó los ojos hasta cerrarlos totalmente y esperó, como si se hubiera dormido.
—Eso que has dicho es muy cruel. Pero, efectivamente, Alan es otro de
los motivos por los que no quiero regresar a casa. De hecho, él es el
motivo principal —aseveró, nerviosa.
Por fin abrió los ojos, como si despertara de un agradable sueño, le sonrió y la invitó a seguir hablando con un gesto.
—Continúa…
—No lo hagas, Charles —le advirtió, señalándolo con un dedo acusador—, no juegues a psicoanalizarme, por favor.
El hombre soltó una suave carcajada, apoyó los brazos en la mesa y se inclinó hacia delante.
—Créeme, Nicole, he inspeccionado personalmente el historial médico
de esa niña y sé que tú eres la psiquiatra que necesita. Sabes que yo no
puedo desplazarme hasta Boston, mi enfermedad me lo impide, pero el
señor Shada está de acuerdo en que mi mejor ayudante me sustituya. Él
mismo lo sugirió.
La joven extendió los numerosos folios escritos con distintos tipos
de letras y variados colores de tinta. Releyó por encima todo cuanto
había supervisado y citó algunos de los diagnósticos que se leían a lo
largo del extenso informe, mientras negaba con la cabeza. Todo aquello
era duro, muy duro para ella, y Charles lo sabía.
—…con desdoblamiento de personalidad, donde la paciente no alterna la
conciencia de una naturaleza con otra y… ¡Charles! —Arrojó con un
brusco movimiento los informes sobre la mesa—. No estoy capacitada para
algo así y lo sabes.
—¿No estás capacitada para tratar una personalidad múltiple?
—preguntó lentamente el profesor—. ¿O no lo estás para regresar a
Boston? Porque durante todos estos años que has sido mi ayudante, has
demostrado estar a la altura de las circunstancias. Hemos tratado a
pacientes con patologías extremas; ¡tú los has tratado!, Nicole —aclaró
con intensidad—. Y no hubo ninguna diferencia con los pacientes que
tratabas en Boston, sólo que con éstos hemos aplicado mi método. Nuestro
método.
—Déjalo Charles, no vas por buen camino. Según todos los informes,
Allison Shada está perfectamente diagnosticada de un trastorno
esquizofrénico severo.
—Eso no lo sabremos hasta que la examines, querida. Al parecer, ya no
tiene ninguna sintomatología. Sus brotes psicóticos han desaparecido
por completo.
—La medicación…
—Hace meses que no ingiere ninguna. Ni siquiera un analgésico.
—Es imposible. Esa enfermedad no tiene cura.
Él se levantó, empujó los documentos hacia el centro de la mesa y
levantó los ojos cansados hasta encontrarse con los verdes y
centelleantes de ella.
—Resulta sorprendente, ¿verdad?
—Más bien, satírico.
—Bien, pues tendrás que comprobarlo. Puede que sólo hayan remitido
los brotes paranoicos o que la enfermedad sea latente y el diagnóstico
se haya distorsionado, pero para eso debes regresar a Boston y evaluar a
esa muchacha. El señor Shada tiene razón al decir que sólo tú puedes
ayudarla. Además, allí aún están tus amigos.
—No olvido a Susan ni a James. Los Travis son mi única familia.
—Ellos tampoco te han olvidado y algún día tendrás que regresar a
casa. O, ¿pretendes quedarte el resto de tu vida junto a un viejo
profesor?
****
Boston — Nueva Inglaterra. Estado de Massachusetts.
Lo primero que hizo Nicole al llegar al aeropuerto internacional de
Logan fue alquilar un automóvil. Uno pequeño y práctico de color gris
metalizado. Volver a conducir por las calles de su Boston natal la
inundó de una nostalgia que no imaginaba que llegaría a sentir. El olor
característico de la ciudad y el tráfico descontrolado la envolvieron
como unos brazos hambrientos. Encendió la radio. Una música pegadiza
llenó con sus acordes el pequeño espacio mientras se dirigía hacia el
centro. Después giró frente al Boston Common, dejando el parque a la
izquierda y las tiendas y restaurantes a la derecha.
Los transeúntes caminaban cabizbajos y desordenados, procurando no
toparse entre sí, tal y como siempre recordaba en sus momentos
nostálgicos. Después de casi cinco años lejos de su ciudad, era
imposible no mirarla con otros ojos; con los de alguien que salió
huyendo y que regresaba forzada por las circunstancias.
Observó el Boston Common y sonrió al comprobar que continuaba tan
verde y espléndido como un oasis en medio de un amasijo de edificios
grises, de ladrillos y torres de metal. Se detuvo en un aparcamiento
cercano y tomó aire como si llevara sin respirar mucho tiempo. Después
caminó hacia unos guías turísticos que teatralizaban sus explicaciones
disfrazados de personajes históricos de la época de la independencia de
los Estados Unidos. En realidad, conseguían su objetivo; dar más
credibilidad a los relatos que contaban mientras señalaban los
edificios, emblemáticos y antiguos.
Permaneció un rato escuchando la historia de cómo, hacía ya bastantes
años, aquel mismo parque se creó para la crianza de ganado y para
ahorcar públicamente a los forajidos ante la nueva ciudad que crecía a
pasos agigantados. Sonrió ante la ocurrencia de que sólo un pueblo de
sus características podía permitirse caer en el mismo error dos veces
seguidas. Los puritanos, fundadores de los Estados Unidos, habían huido
de Inglaterra perseguidos por la religión y fueron estos mismos los que
castigaron a sus gentes como sus creencias ordenaban.
Cuando los turistas se alejaron parque arriba, regresó al coche y
terminó de recorrer la calle Tremont, por la que tantas veces había ido
de compras con Susan. Llegó ante la majestuosa y elegante iglesia de
Park Street y enfiló la avenida, como solía hace cinco años atrás a
diario. Poco a poco la calle se fue estrechando. Bordeó una hilera de
idénticas casas adosadas. Sus tejados de pizarra encerada brillaban bajo
los rayos del sol y la vista de los jardines delanteros, simétricos y
rodeados por setos recién podados, la hicieron disminuir la velocidad.
Allí el olor era diferente, ya no apestaba a gasolina ni a polución.
Bajó la ventanilla del coche e inhaló con fuerza. El aroma fresco del
césped recién cortado, el griterío de los niños en la parada del autobús
escolar, el sordo ruido de un balón golpeando rítmicamente el suelo…
Sin darse cuenta se paró frente a una de las casas de ladrillo blanco y tejado negro. Su casa hasta hacía cinco años.
Las rodadas de un coche en el acceso al jardín le indicaron que el
camino bordeado de setos se seguía usando habitualmente. Recordó que
allí era donde él solía aparcar su todoterreno. Agitó la cabeza,
enfadada, porque sabía que los recuerdos dolorosos no eran buenos
compañeros y se riñó a sí misma por castigarse de aquella manera. Sabía
que lo mejor para superar un dolor o un trauma era la exposición directa
a ese daño, a la causa directa de la herida, pero después de cinco años
de hacer precisamente eso, evitarlo, resultaba absurdo que pretendiera
someterse ahora a un tratamiento de choque.
Los momentos felices vividos en aquella casa, los anhelos compartidos
al lado del hombre amado… Todo se había quedado entre aquellas paredes
inanimadas que ahora se alzaban ante ella de forma invitadora. Regresar
de nuevo era abrir viejas añoranzas, absurdas tristezas.
Si no hubiera cedido… Si no hubiera regresado…
Asomó la cabeza por la ventanilla e inhaló con más fuerza. Era el aroma de los recuerdos lo que la embriagaba.
El sol le daba directamente en los ojos y se cubrió a modo de visera
para poder fijarse en los detalles más pequeños de aquella casa. Buscó
el indicio que le demostrara que allí vivía alguien y, por un momento,
sopesó las posibilidades. ¿Cómo reaccionaría ella si, de repente, él abriera
la puerta y saliera? Apenas unos metros los separarían. La sensación de
incertidumbre y un deseo morboso se instalaron en su interior. Sintió
frío, un frío helado y paralizador ante la idea de encontrarse cara a
cara con él, con su ex marido, y tembló por un anhelo oculto de volver a
verlo.
Era absurdo pensar en todo aquello, sabía que él se había marchado de
Boston cuando ella lo abandonó. Lo había hecho en sentido totalmente
opuesto al suyo. Lo supo por Charles, el profesor y antiguo socio de
Alan y de Claire, y por Susan y James, los únicos amigos con los que
mantenía algún contacto telefónico. De hecho, Susan le aseguró que Alan
se había marchado al extranjero. Luego nadie más le habló de él porque
ella lo prohibió. Incluso los papeles que confirmaron su divorcio,
llegaron firmados desde un lugar remoto y perdido en el lejano sur de
Afganistán.
Las risas de un niño la hicieron esconderse ridículamente tras el
volante. Iba vestido de blanco y parecía un muñequito de color café con
leche. Salió corriendo de la casa y rodeó el porche. No se había dado
cuenta, pero al fondo, bajo las enredaderas de hiedra que ella misma
cultivó, se balanceaba un columpio. Justamente allí, había sugerido ella
a su marid… a su ex marido que colocara uno idéntico si alguna vez
tenían un hijo. Un aguijonazo le traspasó el alma y se llevó una mano al
vientre. En ese momento, una mujer llegó hasta el niño que trataba de
subir al columpio dando saltitos, lo ayudó a sentarse y ambos
permanecieron un rato jugando sin percatarse de que estaban siendo
observados.
Durante un segundo pensó que aquella madre y su hijo podrían tener
algo que ver con Alan, pero enseguida rechazó la idea por absurda. Ya se
había torturado suficiente y no merecía la pena seguir hurgando en la
herida, decidió, arrancando el motor del coche y enfilando hacia el
hotel. Miró por última vez a la pareja que jugaba y reía en el porche y
se alegró de que alguien realmente feliz habitara entre aquellas paredes
donde ella también lo fue durante un tiempo.
Tomó la autopista que la llevaba de nuevo hacia el aeropuerto y, ocho
kilómetros antes de llegar, giró en un complejo hotelero de lujo, cerca
del Centro de Convenciones Hynes. Cuando aceptó estudiar el caso de
Allison, procuró que el señor Shada buscara un hotel en una zona lejana
al barrio residencial que inexplicablemente acababa de visitar, pero
nunca imaginó que la instalaría en el Sheraton Boston.
El lujoso hotel había sido recientemente renovado. Las habitaciones
estaban acondicionadas con buen gusto y disponían de excentricidades de
las que ella podía prescindir pero que, al parecer, el señor Shada
consideraba vitales. Un botones uniformado la acompañó hasta su
habitación y, antes de marcharse, le entregó una nota escrita a mano y
firmada por Jeremy Shada en la que le deseaba que encontrara todo de su
agrado.
Echó un vistazo a la suite, exquisitamente decorada en tonos morados y
ocres, y se maravilló de las vistas que ofrecía la terraza. Un poco más
relajada, colocó la ropa en los armarios. Ya estaba terminando cuando
alguien llamó a la puerta. El hecho de que sólo el señor Shada supiera
de su llegada la puso en alerta y, temiendo que tendría que retrasar su
refrescante ducha, abrió la puerta.
Una enorme cesta de flores ocultaba por completo el rostro aniñado
del mismo botones que la acompañó a la habitación. Se quedó sin palabras
cuando el muchacho pasó al salón de la suite y dejó el bello obsequio
junto al ventanal. Tomó una nota que blanqueaba sobre un lecho de
margaritas amarillas y sonrió al comprobar que el señor Shada le
agradecía, por enésima vez, que hubiera venido para diagnosticar a su
hermana.
Aquello le recordó el verdadero motivo de su regreso a Boston y se
recriminó por ser una tonta nostálgica al visitar su antiguo barrio.
Echó un último vistazo al regalo y se sentó en la cama, preguntándose si
podría superar la situación algún día. Agitó la cabeza para
desembarazarse de pensamientos funestos y arrancó una florecilla morada
del aderezo verdoso donde descansaba, inhaló su aroma y suspiró con
fuerza. De nuevo se vio transportada al jardín de su antigua casa, al
porche; sentada después de un largo día de trabajo en la clínica,
esperando ver llegar el todoterreno oscuro y…
Arrojó lejos la flor, como si aquellas imágenes fueran inherentes a
su aroma, y decidió que necesitaba una ducha que le aclarara las ideas.
Había regresado a Boston para la exploración de la pequeña Allison Shada
y todavía no había decidido si la aceptaría como paciente ni tampoco si
se ocuparía de su defensa en el juicio por asesinato que se solicitaba
por parte de la fiscalía, pero desde luego no había venido para dejarse
llevar por la melancolía. La realidad la colocaba por encima de sus
elucubraciones, se dijo con aire resuelto. Tomó la bata que había dejado
sobre la cama y se encaminó hacia la ducha.