viernes, 30 de abril de 2010

SIEMPRE MÍA

Me gustaría compartir con vosotros este relato. Espero que os guste.







Laura presentía que algo extraordinario estaba a punto de suceder, como la mañana en la que cambió su vida. Corría hacia la parada de taxis, como aquel día, llovía, y también era viernes. Su jefe, el de Cuenca como le llamaban en la oficina, haría su visita semanal y su madre la había telefoneado casi al alba para recordarle que su amiga Leonor, la que era como su hermana en el pueblo donde pasó su infancia, llegaría a la estación a eso de las tres de la tarde y debían ir a recogerla. Y luego estaba Miguel…
Él era un aventurero, lleno ideas estrafalarias y de ganas de vivir. Y guapo hasta romper moldes. Se habían conocido dos meses atrás, de la forma más tonta que se podía contar. Ella esperaba un taxi, era viernes y el de Cuenca estaba por llegar. Llovía a cántaros y un coche rojo se paró a dos centímetros de ella, en la parada, y la ventanilla se bajó.
– Sube, te llevo –le dijo una voz tan agradable y varonil como el rostro que vislumbró tras la cortina de lluvia.
– Esto es una parada de taxis –le reprendió ella agitando la mano. Un taxi de verdad pasó de largo y ella replicó furiosa−. Por tu culpa llegaré tarde.
– Entonces sube y no pierdas el tiempo.
Sin pensarlo dos veces, Laura aceptó, le dio la dirección de su trabajo, y él arrancó a toda velocidad. Ella parecía un cachorrillo empapado, con su larga melena pegada a la cara, mientras que él olía maravillosamente, y el calorcillo del interior era una delicia después del chaparrón.
Se llamaba Miguel, la miró con sus ojos oscuros, y le regañó de tal forma que la hizo encogerse en el asiento. Su voz enfada la desconcertó al sermonearle y decirle que nunca más debería montarse en el coche de un desconocido.
− Tú eres un desconocido.
− ¿Lo soy? Cuando te vi, ahí parada bajo la lluvia, te reconocí enseguida…
− ¿Nos conocemos? –Laura lo miró atentamente y supo que no. Un rostro tan atractivo como aquel no se le hubiera olvidado.
– Siempre has sido mía –le sonrió de una forma que no dejaba lugar a dudas.
− ¿Es tu forma de ligar? –se sonrojó, procurando no hacer caso de semejante exageración.
– No.
– No puedes decir algo así, y quedarte tan pancho –se rió ella.
– Eso pienso yo, pero te juro que es la verdad.
Miguel la cautivó con su encanto y con su chocante forma de decir las cosas. En otra persona hubiera resultado pedante y pretencioso, pero en las siguientes semanas ella pudo comprender que aquel muchacho gozaba de una particular sinceridad.
Él la atrajo con su mirada oscura, con su voz suave, y sus despedidas largas. Todos los días la esperaba en la parada de taxis y la llevaba al trabajo. Casi se había convertido en una rutina y ella anhelaba todas las mañanas ver aparecer su coche rojo para poder sentarse a su lado.
Así, comenzó la historia de amor más rara que se podía contar. Pasaron los días y ella fue sabiendo cosas de él. Miguel había terminado sus estudios de ingeniería y trabajaba desde hacía poco tiempo en una pequeña empresa. Ella le contó que era contable, que le gustaba escribir relatos románticos en su tiempo libre, y que vivía con su madre en un pisito a las afueras de la ciudad.
Según pasaban los días, Laura y Miguel se despedían con un desasosiego que ella no lograba comprender. Cada mañana lo esperaba más emocionada y él la recibía con un beso y una frase hermosa. Era como si Miguel llevara razón al asegurarle que siempre había sido suya, pensó Laura mientras llegaba a la parada de taxis. Sus encuentros pasaron a ser citas y, sin saber cómo, ella comenzó a necesitar sus palabras, sus caricias, su sinceridad. Con aquello le bastaba para ser feliz. Cada vez estaba más segura de que sus destinos estaban unidos, como él le repetía.
Laura no podía expresar con palabras cómo se fue enamorando. Él la conquistó con la simpleza de su sinceridad, con su ternura. La acompañaba a todas partes, la hacía reír. Le daba protección y le hacía sentir aquellas cosas maravillosas que descubrió entre sus brazos.
Por fin, una noche que la acompañó a casa y estaban solos, Miguel le hizo el amor. Él la tomó con aquella ternura que nunca dejaba de sorprenderla. Sus besos fueron ardientes, sus caricias la hicieron estremecer de placer y, cuando la hizo suya, él le repitió con solemnidad: “Siempre mía”
Laura suspiró cuando divisó el coche, se sentó a su lado, y Miguel la besó con rapidez.
– Cariño, llegas tarde, es viernes, y el de Cuenca está al caer…
Se despidieron casi sin tiempo. Ella le dijo que pasaría la tarde con su madre y él le recordó que esa noche tenía una cita ineludible, por lo que se verían al día siguiente.
Al salir del trabajo, Laura y su madre recogieron a Leonor en la estación. Resultó ser una mujer muy agradable. Las dos amigas charlaron durante horas de sus años de juventud en el pueblo y Leonor le contó cómo tejían jerséis en sus embarazos. También le habló de su hijito, un bicho que no dejaba títere con cabeza, y que más tarde la recogería en el restaurante para llevarla a casa.
Lo que ocurrió después, fue la consecuencia de un destino burlón.
− ¡Ah!, ahí está mi hijo –señaló Leonor hacia la puerta del restaurante.
Laura se quedó sin palabras. Él se acercó, con la incredulidad pintada en su atractivo rostro, mirándola sin parpadear.
– Laura, te presento a Miguel. Hijo, ella es la muchacha de la que tanto te he hablado.
Ninguno de los dos dijo nada y las dos mujeres se miraron extrañadas.
− ¿Te acuerdas de cuando estaba embarazada de Laura? −sonrió su madre.
Leonor afirmó y cabeceó.
- ¡Nos hacía tanta gracia! ¿Sabes, Laura? Miguel rodeaba mi abultada tripa con sus bracitos y decía muy flojito: Eres mío, bebé. Siempre mío.
Fin.